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Original: Círculo Cromático
You know, for all that this is bizarre as fuck, I really do like this story, it's cool in its own way, and I'd certainly never written anything like it before (being the realism bitch that I am, lol). I'll probably translat it in a bit, it's pretty short, after all.
Title: Círculo Cromático
Word Count: 876
Summary: The end is nigh. No one seems particularly surprised.
Author Notes: This is somewhat like magical realism? And/or surrealism? An alternative title was Dalí, after all.
Círculo Cromático
Empieza mientras estás lavando los platos. Dejas lo que estás haciendo y abres la ventana con las manos todavía enjabonadas. Te asomas, la cabeza casi afuera por completo, ojos muy abiertos y la boca formando un signo de interrogación. El cielo está morado, y combina con tu chamarra amarilla. Las nubes son naranjas, y el contraste te recuerda tus clases de dibujo, como solo falta el verde para tener los tres colores secundarios.
Terminas de lavar los platos, y de vez en cuando tarareas para ti misma.
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Te acuestas en tu cama y tratas de ignorar a partitura a medio acabar en tu escritorio. Aún así empiezas a tararear sin darte cuenta, y cuando formas una nueva nota te detienes y te rehúsas a escribirla. Ves las calcomanías color añil que pegaste en el techo cuando tenías trece en un arranque de pubertad, y te das cuenta que están a punto de caerse. Te sientas enfrente de tu ventana, presionas la nariz contra el cristal y ves las nubes naranjas moverse hasta que desaparecen. Escribes Mi en el pedazo de cristal empañado por tu respiración y luego lo borras con la mano y tratas de olvidarte de la nota y su sonido.
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El fin del mundo se retrasa al final de tu calle, y apenas y puedes recordar que había más allá antes de que la nada se lo tragara. Vagamente recuerdas la heladería a la vuelta de la esquina y Francia a través de un océano.
Al día siguiente te pones tus zapatos favoritos, los verdes, y caminas por tu calle haciendo bombas de chicle rosa eléctrico. Ves a tu vecina regando sus plantas y a un niño viendo la tele a través de su ventana abierta. Te sientas donde termina el mundo, los pies colgando sobre el abismo y balanceándose de adelante para atrás y repetir. Sientes una leve succión en la punta de los dedos de los pies, un cosquilleo que te dice que la nada podría llevarte. No te mueves, y sigues viendo hacia adelante, hacia la negrura tintosa que se extiende hasta donde te llega la vista, en lugar de voltear hacia atrás, a las casas y edificios y vidas que ya están volviéndose translucidos, preparándose para ser borrados por el fin del mundo.
Oyes pisadas y te volteas para ver un gato callejero acercándose hacia ti. Se detiene a unos cuantos pasos del abismo y se sienta. Te voltea a ver, y los miras fijamente hasta que el gato dice, “Termina la canción.”
“¿Y si no quiero?” le preguntas, y el gato se lame la pata, y no es sino hasta que considera que está lo suficientemente limpia que te contesta.
“Todo debe terminar,” dice, y tu asientes.
Te levantas, te sacudes el polvo de las manos y caminas de vuelta a tu casa. El gato te sigue. Oyes un crujido, parecido a cuando pisas hojas secas, y cuando volteas la nada se ha comido el lugar exacto donde habías estado sentada. Te encojes de hombros, y caminas en silencio junto al gato contando los pasos hasta tu puerta con los dedos.
El cielo sigue morado arriba de tu cabeza.
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Te disfrazas de Caperucita Roja, una sudadera roja y cara de inocencia y te sientas en los escalones que dan a la puerta a chupar una paleta de limón. El radio recita a la lejanía el número de personas que ya han sido tragadas por la nada (4,587’349,203) y el aire huele a verano, cítrico y opresivo.
“Siempre pensé que el fin del mundo sería más... bíblico,” dices, viendo la paleta hasta que haces bizcos. Le das una mordida, y la sensación de frío viaja de tus papilas gustativas a los nervios hasta congelarte el cerebro y sientes la pulsada de dolor a la que eres adicta.
El gato se estira junto a ti, bosteza, y empieza a lamerse la cola. Te acabas tu paleta en silencio, queriendo tararear tu canción pero sin permitírtelo. El gato y tú están siguiendo con la mirada una pelusa que flota cerca cuando empiezan a llover ranas media hora después.
“Ahí esta tu fin bíblico,” dice el gato, y tu casi sonríes. Entras a la casa y sales con un paraguas azul celeste que es un vestigio casi perdido de tu niñez, te subes la capucha y sales a pasear por la calle entre el croar de las ranas y con el gato cantando tu canción junto a ti.
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Es jueves cuando vuelves a caminar hacia el final de la calle (zapatos verdes, capucha roja) esquivando las ranas que saltan entre tus pies y con un cuaderno pautado y un lápiz entre las manos. El gato le gruñe a las ranas detrás de ti, el pelo encrespado y las uñas afuera. Te sientas con los pies cruzados justo antes del abismo y respiras hondo antes de empezar a escribir las pocas notas que te faltan. El gato restriega su cabeza contra tus piernas.
Huele a pimienta y páprika y a otras mil y una especias más mientras escribes, y el gato ronronea contra tu piel. Escribes el último Do con mano firme y el corazón tranquilo. Luego, un crujido de ramas secas, y levantas la mirada para recibir la nada.
Title: Círculo Cromático
Word Count: 876
Summary: The end is nigh. No one seems particularly surprised.
Author Notes: This is somewhat like magical realism? And/or surrealism? An alternative title was Dalí, after all.
Círculo Cromático
Empieza mientras estás lavando los platos. Dejas lo que estás haciendo y abres la ventana con las manos todavía enjabonadas. Te asomas, la cabeza casi afuera por completo, ojos muy abiertos y la boca formando un signo de interrogación. El cielo está morado, y combina con tu chamarra amarilla. Las nubes son naranjas, y el contraste te recuerda tus clases de dibujo, como solo falta el verde para tener los tres colores secundarios.
Terminas de lavar los platos, y de vez en cuando tarareas para ti misma.
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Te acuestas en tu cama y tratas de ignorar a partitura a medio acabar en tu escritorio. Aún así empiezas a tararear sin darte cuenta, y cuando formas una nueva nota te detienes y te rehúsas a escribirla. Ves las calcomanías color añil que pegaste en el techo cuando tenías trece en un arranque de pubertad, y te das cuenta que están a punto de caerse. Te sientas enfrente de tu ventana, presionas la nariz contra el cristal y ves las nubes naranjas moverse hasta que desaparecen. Escribes Mi en el pedazo de cristal empañado por tu respiración y luego lo borras con la mano y tratas de olvidarte de la nota y su sonido.
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El fin del mundo se retrasa al final de tu calle, y apenas y puedes recordar que había más allá antes de que la nada se lo tragara. Vagamente recuerdas la heladería a la vuelta de la esquina y Francia a través de un océano.
Al día siguiente te pones tus zapatos favoritos, los verdes, y caminas por tu calle haciendo bombas de chicle rosa eléctrico. Ves a tu vecina regando sus plantas y a un niño viendo la tele a través de su ventana abierta. Te sientas donde termina el mundo, los pies colgando sobre el abismo y balanceándose de adelante para atrás y repetir. Sientes una leve succión en la punta de los dedos de los pies, un cosquilleo que te dice que la nada podría llevarte. No te mueves, y sigues viendo hacia adelante, hacia la negrura tintosa que se extiende hasta donde te llega la vista, en lugar de voltear hacia atrás, a las casas y edificios y vidas que ya están volviéndose translucidos, preparándose para ser borrados por el fin del mundo.
Oyes pisadas y te volteas para ver un gato callejero acercándose hacia ti. Se detiene a unos cuantos pasos del abismo y se sienta. Te voltea a ver, y los miras fijamente hasta que el gato dice, “Termina la canción.”
“¿Y si no quiero?” le preguntas, y el gato se lame la pata, y no es sino hasta que considera que está lo suficientemente limpia que te contesta.
“Todo debe terminar,” dice, y tu asientes.
Te levantas, te sacudes el polvo de las manos y caminas de vuelta a tu casa. El gato te sigue. Oyes un crujido, parecido a cuando pisas hojas secas, y cuando volteas la nada se ha comido el lugar exacto donde habías estado sentada. Te encojes de hombros, y caminas en silencio junto al gato contando los pasos hasta tu puerta con los dedos.
El cielo sigue morado arriba de tu cabeza.
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Te disfrazas de Caperucita Roja, una sudadera roja y cara de inocencia y te sientas en los escalones que dan a la puerta a chupar una paleta de limón. El radio recita a la lejanía el número de personas que ya han sido tragadas por la nada (4,587’349,203) y el aire huele a verano, cítrico y opresivo.
“Siempre pensé que el fin del mundo sería más... bíblico,” dices, viendo la paleta hasta que haces bizcos. Le das una mordida, y la sensación de frío viaja de tus papilas gustativas a los nervios hasta congelarte el cerebro y sientes la pulsada de dolor a la que eres adicta.
El gato se estira junto a ti, bosteza, y empieza a lamerse la cola. Te acabas tu paleta en silencio, queriendo tararear tu canción pero sin permitírtelo. El gato y tú están siguiendo con la mirada una pelusa que flota cerca cuando empiezan a llover ranas media hora después.
“Ahí esta tu fin bíblico,” dice el gato, y tu casi sonríes. Entras a la casa y sales con un paraguas azul celeste que es un vestigio casi perdido de tu niñez, te subes la capucha y sales a pasear por la calle entre el croar de las ranas y con el gato cantando tu canción junto a ti.
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Es jueves cuando vuelves a caminar hacia el final de la calle (zapatos verdes, capucha roja) esquivando las ranas que saltan entre tus pies y con un cuaderno pautado y un lápiz entre las manos. El gato le gruñe a las ranas detrás de ti, el pelo encrespado y las uñas afuera. Te sientas con los pies cruzados justo antes del abismo y respiras hondo antes de empezar a escribir las pocas notas que te faltan. El gato restriega su cabeza contra tus piernas.
Huele a pimienta y páprika y a otras mil y una especias más mientras escribes, y el gato ronronea contra tu piel. Escribes el último Do con mano firme y el corazón tranquilo. Luego, un crujido de ramas secas, y levantas la mirada para recibir la nada.