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I think my fanfic block is finally starting to give. *jumps up and down* I'm currently writing post-apocalypse SPN fic. It has zombies and everything! Meanwhile, though:

Title:Dejen Que Las Dunas Lo Entierren
Word Count: 2795
Rating: PG
Author Notes: I've had this universe in my mind for a loooong time, so it was gratifying to get it in paper, even when I had to change the plot entirely. *g* Researching the Beduoin culture was inmense fun. Also, I listened obsessively to these two Cirque du Soleil songs while writing this With random titles because I couldn't remember them when I uploaded them o_O. The English translation should be up in a bit.

Hay una niña en el desierto, blanca como la nieve que solo ha visto en sueños, con pelo blanco y ojos rosas que obedece a sus padres, alimenta a los camellos, dibuja con palitos sobre la arena y no sabe que el mundo se acabó hace más de cuatro siglos.

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Marzo, 2425.

La boda empieza al atardecer, cuando el sol pinta el desierto rojo sangre y las fogatas lanzan al cielo nubes de humo obscuro que se desvanecen mientras van subiendo al infinito.

Las risas se oyen por todo el campamento, niños persiguiéndose unos a los otros entre las piernas de los adultos.

La noche cae, y las fogatas se unen a las mil y una lámparas alrededor de las tiendas de lona, pequeños puntos de luz en medio de la nada, y a Afraa le parece mágico, las caras refulgiendo con el sudor bajo la iluminación. Esta sentada bajo una de las pocas palmeras en el asentamiento temporal, abrazando sus rodillas. La arena se desliza entre los dedos de sus pies cuando los mueve.

Le echan polvos a la fogata y el fuego chisporrotea azul por un instante, ardiendo a tiempo con los tambores, laúdes y flautas, reflejándose en los abalorios dorados que cubren los cuerpos de las mujeres que se contorsionan mientras bailan alrededor del fuego, siguiendo el ritmo de las llamas con sus miembros; arriba y abajo y vuelta y empieza de nuevo, ciclo de la vida.

Le sonríen a los hombres, bailan rodeándolos, buscando compañía. Ellos ríen, se dejan arrastrar. Con cada paso de baile, la arena bajo los pies de los danzantes se levanta en arcos pálidos, nunca quieta. Los brazaletes en manos y pies chocan juntos, forman una percusión extra para la música.

Los novios están sentados sobre cojines multicolores en el lugar de honor, junto al Sheikh. Afraa los ve tratando de agarrarse las manos discretamente, escondiendo sus dedos unidos entre los ropajes de ambos. Afraa sonríe.

Una de las muchachas entrando a la edad casadera la arrastra al círculo de bailarines. Pronto, la tribu entera está bailando alrededor del fuego, desde el niño más pequeño hasta el más viejo de los ancianos. El cuerpo decolorado de Afraa parece brillar en la obscuridad, entre la masa de cuerpos morenos.

Afraa baila hasta que cae dormida al suelo, las plantas de los pies rojas y la voz ronca de tanto cantar.

Cando el primero de los rayos del sol toca el campamento, los adultos siguen bailando, los ojos cerrados, la sangre bullendo.

Afraa, con la cabeza apoyada contra el suelo, puede sentir las vibraciones de la música a través de la tierra.

El fuego no se apaga por las setenta y tres horas que dura la danza.

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Dhakiyah, una de las mujeres más ancianas de la tribu, les cuenta historias a los niños, justo después del último rezo del día, los reúne dentro su tienda apolillada y les habla en susurros de edificios de cristal que rozan el cielo, de aves multicolores y agua a cualquier hora del día con solo apretar un botón.

El techo de la tienda esta lleno de pequeños agujeritos que dejan filtrar el sol de medio día, llenando a los niños con puntitos de luz que dan cosquillas en los pies descalzos y que los hace ver motas en los párpados color lila, complementario del amarillo, cada vez que cierran los ojos.

Dhakiyah habla y habla y Afraa la voltea a ver con los ojos muy abiertos como el resto de los niños con caras permanentemente manchadas con tierra, y al final de la historia del día, cuando todos deben regresar a sus propias tiendas, Dhakiyah se mueve lentamente, tarareando para si misma mientras camina para sacar la lata roja debajo del cojín, tela u objeto en turno donde la había olvidado el día anterior, y le da un dulce de leche de cabra a cada uno de los niños, murmurándoles como no deben de contar nada de lo que acaban de oír, sus articulaciones crujiendo mientras lo dice, como acentuando sus palabras.

Cuando Afraa sale de la tienda, detrás de los demás niños, el sol se esta poniendo en el horizonte, prendiendo en llamas las dunas hasta donde se pierde la mirada, y camina lentamente, el dulce disolviéndose en su boca, tratando de formar en su mente las imágenes que Dhakiyah parece haber sacado de las nubes.

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El libro esta cubierto de mantas, hundido entre la lona de una de las tiendas viejas que ya nadie usa cuando Afraa lo encuentra un viernes por la mañana, buscando entre los cachivaches sobrantes en busca de algo interesante para jugar. Se hunde entre los cojines de la tienda que la tribu usa conjuntamente para reuniones y asambleas, el libro en sus rodillas. Es medio día, la hora en la que Afraa tiene prohibido estar bajo el sol, el único momento del día en que desearía ser como los demás, con sus pieles resistentes y ojos obscuros que no arden con unos pocos minutos de luz directa.

La luz que entra se vuelve rojiza al traspasar la tela de la tienda, combinando con las alfombras tejidas y los cojines que forman el espectro entero del café, el color de las ropas de la tribu y los adornos y la tierra; el mundo de Afraa.

Las puntas de sus dedos quedan color ceniza donde han tocado el libro, y cuando sopla encima de la cubierta del libro la nube de polvo la hace estornudar. El libro es viejo, tan viejo que las letras curvas de la cubierta se han desvanecido con los años, y ni siquiera cuando pasa el dedo sobre los vestigios de letras doradas puede leer lo que dicen. Se esta cayendo en pedazos, tiene las hojas amarillentas. Afraa le da vueltas, inspeccionándolo lentamente, alargando el descubrimiento, saboreando una novedad que por primera vez es solo suya y no de la comunidad.

Abre el libro, y se encuentra con el fin del mundo.

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Al principio, no comprende muy bien lo que dice el libro, las palabras extrañas en su boca aun cuando son las antecesoras de su propio lenguaje. Se vuelve más fácil después de unas cuantas horas, y solo entonces es cuando sus ojos se agrandan al entender el contenido del libro.

Página tras página, esta descrito el Apocalipsis del cual no se les permite hablar, ese día hace siglos en que la vida terminó y volvió a empezar y nunca volvió a ser igual. Habla del Antes, historias que reconoce de los cuentos de Dhakiyah que, muy en el fondo, a Afraa siempre le había parecido demasiado fantásticos para ser ciertos. Hay casas que duran una vida, armatostes de metal que llevaban a las personas de un lado a otro con velocidades que nunca siquiera se había imaginado, capullos llamados ‘aviones’ que hacían volar a la gente.

Habla del Durante, lo que parecía los últimos días de la tierra, cuando los niños se tenían que esconder debajo de las calles para protegerse de las bombas y cuando esa última explosión en el aire había arrasado con los últimos vestigios de la capa de ozono.

Y habla del Después, cuando el sol había acabado con todo lo verde y no había dejado nada más que cadáveres con la carne quemada hasta los huesos en la mayoría de ese mundo inmenso que Afraa no se puede imaginar. Habla de como esos días se han vuelto tabú, se han vuelto un secreto que debe ser olvidado para que nunca pueda volver a pasar.

Habla de vida y de muerte y cuando Afraa vuelve a su tienda en la noche, con el libro debajo de sus ropas porque sabe que nunca debería haberlo visto, hay caminos de lágrimas en su cara pálida.

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Después de meses de leer el libro a la luz de una lámpara de aceite después de que sus padres se duermen, Afraa casi puede recitar de memoria cada uno de los capítulos escritos en tinta deslavada.

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Por las mañanas, cuando el cielo todavía no se decide entre el rosa pálido y el azul, Afraa se sienta entre las dunas, abrazando sus rodillas. Hunde los pies descalzos en la arena tibia, pequeños granos casi tan claros como su propia piel pegándose a sus piernas, a su ropa.

Ve al horizonte y trata de imaginarse esa palabra mágica que el libro repite sin cesar, Océano. Cierra los ojos e imagina agua hasta donde acabe la vista, subiendo y bajando en un eterno vaivén, pero su mente le dice Imposible, y su instinto le dice Te ahogarás, y no puede evitar temblar un poco cuando abre los ojos.

Los mapas del libro le dicen que si camina hacia el sur, tarde o temprano verá el océano.

La parte de Afraa que la impulsa a seguir leyendo esas páginas prohibidas le grita que empiece a moverse, que no puede descansar hasta que se pare al borde del mundo y sumerja los dedos de los pies en la espuma del mar.

La parte que ha crecido con arena ardiente bajo el sol hasta donde alcance a ver, que ha bailado con las tres lluvias que ha visto en su vida, y que entiende que la vida es cambio y ninguna vivienda es permanente; esa parte esta horrorizada con la mera idea.

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Hay una estructura de metal a unos doscientos metros del campamento, alta y oxidada, cubierta de arena que sube unos cuantos milímetros cada día, que algún día estará cubierta por completo. No hay forma de saber que tan alta había sido cuando era nueva y no estaba ladeada.

Los niños de la tribu juegan todos los días en el acero, aprovechando la rara atracción por el tiempo que sigan establecidos en este lugar, tal como han sido educados a hacer – todo es aprovechable, nada se debe despreciar, nada es eterno, vive el momento.

Afraa es la única que tiene que salir a jugar cubierta de pies a cabeza, odiando cada una de las capas de tela obscura que la cubren y ese pequeño defecto en su sangre que la hizo nacer sin protección alguna contra el sol. El kohl bajo sus ojos, la única protección que comparte con el resto de la comunidad, hace resaltar sus irises rosas, lo que más la diferencia de los demás.

Trepan por las vigas, se avientan unos a otros los clavos color naranja con el óxido que contrasta con el verde del acero erosionado por el aire del desierto. Luchan batallas, levantan imperios de la nada, nombran las estrellas por las noches e imaginan el propósito de la estructura. Unos días son los vestigios de una nave espacial, otros un suntuoso palacio.

Afraa siempre se queda callada cuando ese juego en particular empieza, porque ha acariciado una y otra vez la fotografía en el libro que le dice que se llama ‘Torre Eiffel’, el signo de una nación muerta hace siglos, y no confía en que si abre su boca la verdad no vaya a salir tropezando.

Le carcome la idea de que nunca nadie más que ella va a saber lo que la estructura desgastada y a medio destruir significó para un país ahora lleno de fantasmas.

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Dhakiyah entra a la tienda comunitaria un lunes al medio día, y Afraa no es lo suficientemente rápida al esconder el libro bajo el cojín más cercano.

La anciana se queda quieta por un momento, mirándola a los ojos y poniendo todo su peso en el bastón de madera entre sus manos. Después cojea en su dirección, y Afraa puede ver sudor sobre su frente. Luego es toda preguntas, Donde conseguiste eso y Le has entendido y ¿Alguien más lo ha visto?

No, no y no, y ¿De qué está hablando, señora? No hay nada aquí, y Afraa tiembla un poco, mueve su cuerpo para ocultar el libro

Pero Dhakiyah ha enloquecido, está gritando que se lo dé y que no le pertenece mientras trata de correr hasta Afraa, tropezando con su pierna mala, ojos demasiado brillantes en la penumbra. Empiezan a jugar al gato y al ratón, Afraa moviéndose de un lado a otro de la tienda con el libro abrazado a su pecho y la anciana tratando de golpearla con su bastón, y Afraa no puede creer que esta sea la misma viejecita que le ha leído historias antes de dormir a todos los niños de la tribu desde hace una vida.

Varias lámparas caen al suelo cuando Dhakiyah las alcanza con el bastón al moverlo en amenaza en dirección de Afraa. Con el corazón latiendo tan rápido que casi no hay pausas entre latidos, el ruido suena aún más fuerte de lo que realmente es cuando las lámparas se rompen, cristal y aceite expandiéndose sobre la alfombra tejida.

Dhakiyah grita que le devuelva el libro, la rabia superando la precaución. Empieza a intercalar un lenguaje desconocido para Afraa, consonantes alargadas y agudas en lugar de las sílabas guturales a las que está acostumbrada, y así es como las encuentran los consejeros del Sheik cuando entran a la tienda, alertados por el ruido.

Dhakiyah no deja de gritar, como si no estuviera cometiendo una de las faltas más grandes escritas en el reglamento de los Beduinos.

Como si no se estuviera revelando como una adoradora de las historias prohibidas.

Las mujeres y niños que entran a la tienda por curiosidad se llevan las manos a la boca, los ojos muy abiertos. Cuando alguien le dice a Afraa que deje de molestar y se vaya a casa, nadie se lo debe repetir antes de que salga corriendo, el libro escondido bajo su ropa.

Alcanza ver como arrastran a Dhakiyah fuera de la tienda comunal, la anciana todavía gritando en esa extraña lengua como si no pudiera parar. La llevan a la tienda del Sheik.

Hacia su juicio.

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El día siguiente, Afraa ve a Dhakiyah sentada afuera de su tienda, viendo el infinito con ojos cansados y blanquecinos, la sombra remarcando cada una de sus arrugas que forman un mapa en su piel quebradiza, las venas verdes y moradas que se ven en su cuello dibujando caminos.

Su boca ha sido cosida con cordel negro, grueso y contrastante con los puntos rojos que marcan la infección en su piel donde la aguja ha traspasado la carne. El castigo por traer a la vida, en susurros, el pasado que nadie recuerda, y que nadie debe conocer.

Dhakiyah la voltea a ver ausentemente, la sigue con la mirada cuando Afraa sale corriendo en dirección contraria, las manos sobre su boca mientras trata de contener las lágrimas.

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Cuando duerme, si es que duerme, sueña que tiene hilo cerrándole la boca, y cuando trata de abrir la boca el hilo se va apretando más y más, hasta que no se puede filtrar nada entre sus labios y los únicos sonidos que puede emitir son gruñidos desde su garganta, pintados de horror.

Se despierta cubriéndose la boca, como si así pudiera protegerse a sí misma.

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La noche antes de levantar el campamento para seguir con la vida nómada, Afraa se escabulle de su tienda y camina en la obscuridad hasta la estructura de metal, la vista en el suelo en busca de escorpiones.

Acaricia el libro por una última vez antes de enterrarlo justo en medio de lo que solía ser la torre Eiffel.

Lo desentierra por unas cuantas horas veinte años después, cuando la tribu vuelve a pasar por el mismo punto, y no se sorprende al ver que todavía puede recitar cada palabra de memoria.

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Años después, le cuenta en murmullos historias a sus hijos de piel blanca y ojos obscuros justo en ese momento antes de caer dormidos, cuando las ideas se arrastran hasta los sueños y los ojos ya no se pueden mantener abiertos. Les cuenta como la tierra sobre la que duermen solía estar cubierta de plantas, como pedazos de papel valían más la seda y especias que cambian con otras tribus, como el sol había limpiado la superficie de la Tierra hace muchos, muchos años, para que la vida pudiera empezar de nuevo.

Les cuenta sobre una niña que encontró un libro, y que encontró el pasado junto a este.

Sus hijos repiten las historias a sus propios hijos, y estos a los suyos, y ellos a la siguiente generación, noche a noche a la luz de las lámparas de aceite hasta que el rumor se vuelve mito se vuelve leyenda y miles de años después se cuentan libremente a la luz de la hoguera, los ancianos dibujando palabras con sus manos y sus voces y los destellos de las llamas que se vuelven azules al usar esos polvos mágicos que guardaron como vestigios de ese mundo que se volvió cenizas.
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